JUAN (extraído de Juan de las Nubes, relato corto, o largo, ya veremos)
Sucedió una noche en la que la luna no estaba llena,
ni mucho menos.
Juan llevaba varios meses deambulando por
Calama, en el Gran Norte Chileno. Buscando trabajo de lo que fuera. Pero hasta el momento no había encontrado nada y
sus míseros ahorros estaban a punto de expirar.
Sentado en un banco de la calle observaba
con atención uno de los últimos pesos que le quedaban, cuyo canto estaba
achatado, liso por una parte.
Pensaba que no le serviría para nada. Su deformidad le impediría ser utilizado para
cambiarlo por unas cuantas tortas de maíz con las que se alimentaba por las
mañanas, por las tardes, por las noches. Tampoco podía pagar en la pensión añadiéndolo a otros que guardaba en la alcoba.
Lo llevaba en el bolsillo todo el día, le
daba vueltas constantemente. Conocía su morfología al detalle.
Pensó en comprar un periódico y luego se
dio cuenta de que el quiosquero no aceptaría la moneda. En realidad no era
problema, leería el que tiraban a la
basura en los bares. Pero tampoco podía
canjearla por sellos para enviar cartas, ni por unos calcetines nuevos, que
necesitaba porque los remiendos que tenían los suyos estaban empezando a
desaparecer.
Sin embargo recordó que sus vecinos eran gente pudiente, que dispondría
de mudas que lavar y dejar listas para ser robadas en el tendedero. Incluso existía la posibilidad de conseguir
algunas cartas del buzón de la portera.
Con el vapor de la ducha se despegaban fácilmente los sellos y el registro
de la oficina de correos, delator de
cualquier tipo de manipulación, quedaba
totalmente borrado.
Juan era un fanático del correo. En otros
tiempos, cuando su vida iba mejor, solía escribir a diario. En el presente se limitaba a soñar con todo
tipo de cosas: latas de conserva, ropa, películas en blanco y negro, llamar a
alguien por teléfono, un reloj, tabaco
…. ¡tabaco! En ese instante murió el recuerdo de todas las necesidades que le
acechaban excepto ésta. Comenzó a
temblar. Sus manos se movían nerviosas,
como por el efecto de una inercia propia. Y sudaba por la frente y por la espalda. Se sentía realmente
mal.
Siempre
había confiado Juan en su suerte, propicia desde que nació, para salir del
atolladero vital en el que se encontraba ahora, y labrarse un nicho donde
descansar algún día. Pero no contaba con hacerlo sin fumar. Su adicción era
alarmante. Hasta tal punto que por la
mañana buscaba colillas por el suelo de
la pensión, por la tarde pedía a los trabajadores de la fábrica de plásticos
que terminaban su jornada, y por la noche, a cualquier a que oliera a nicotina.
Los miraba, al principio, siempre, desde una esquina: fumaban deliciosamente,
envueltos en una atrayente humareda. Luego
se acercaba como un vampiro, con una conversación vehementemente preparada , y les sacaba el pitillo con una sonrisa que a veces consideraba de
auténtico truhán y otras, las más, de lamentable caradura.
Pensó en algo azul y respiró
hondamente varias veces para tranquilizarse.
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Sentado en aquel banco cavilaba acerca de las
escasas opciones que el peso le proporcionaría en las próximas horas. A pesar
de estar casi en la inmundicia sentía la necesidad de gastarlo. Algo podría
comprar, estaba seguro. Solo tenía que buscar bien Se levantó de repente. Notó
la fuerza de un bovino en su estómago y se dijo a sí mismo una vez más que
encontraría la manera de sobrevivir, esa noche podía gastarse el peso en algo
que mereciera la pena y el precio, ya lo encontraría.
Anduvo un rato por las avenidas de
aquella cuadra sin saber cómo había ido a parar allí. Estaba bastante alejada
de la suya, eso era seguro. La fisonomía
de las cosas que la poblaban – edificios, fuentes, parques – era, de manera
radical, diferente. Mucho más bonito, mejor conservado y puesto al servicio del
contribuyente, el espacio en el que se movía le daba envidia. Envidia de no
saber disfrutar.
En sus improvisaciones frente al
espejo se convencía de las cosas que había conseguido con esfuerzo, pero la realidad era que el pulcro cemento
que pisaba le estaba colocando en una antigua encrucijada: cómo sentirse un
ciudadano, una persona de orden,
decente, aseada, en definitiva satisfecha, viviendo en la mediocridad
económica. Aquello era imposible a pesar
de los notables esfuerzos que hacía para disimularlo. Pues seguía en sus trece,
permaneció fiel a sus principios: coherencia, lógica, sentido común. Y ellos
siempre le dijeron que la riqueza no era la solución al problema, mientras su
corazón, rencoroso, se avergonzaba de la mentira que escondía.
En ese momento se notó perdido, más que nunca. Si hubiera estado en Nuestra
Señora de las Nubes, los vecinos de aquel pueblo habrían sido amables, sin juicios de ningún tipo. En cambio lo que veía le
atormentaba, le cohibía, le angustiaba.
Pensaba, en su desquicio, que la gente lo miraría distante, como un
sirviente. Era el simple hecho de caminar por una acera de aquel laberinto
plagado de farolas. En sus adentros creció una desazón comparable a la del cabestro que tropieza en la estampida.
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2012-2012-2012-2012-2012-2012
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