viernes, 13 de diciembre de 2013


 JUAN  (extraído de Juan de las Nubes, relato corto, o largo, ya veremos)





Sucedió una noche en la que la luna no estaba llena, ni mucho menos.

Juan llevaba varios meses deambulando por Calama, en el Gran Norte Chileno. Buscando trabajo de lo que fuera. Pero  hasta el momento no había encontrado nada y sus míseros ahorros estaban a punto de expirar.
Sentado en un banco de la calle observaba con atención uno de los últimos pesos que le quedaban, cuyo canto estaba achatado, liso por una parte.
 Pensaba que no le serviría para nada.  Su deformidad le impediría ser utilizado para cambiarlo por unas cuantas tortas de maíz con las que se alimentaba por las mañanas, por las tardes, por las noches. Tampoco podía pagar en la pensión añadiéndolo a otros que guardaba en la alcoba.
Lo llevaba en el bolsillo todo el día, le daba vueltas constantemente. Conocía su morfología al detalle.
Pensó en comprar un periódico y luego se dio cuenta de que el quiosquero no aceptaría la moneda. En realidad no era problema, leería el que tiraban   a la basura en los bares.  Pero tampoco podía canjearla por sellos para enviar cartas, ni por unos calcetines nuevos, que necesitaba porque los remiendos que tenían los suyos estaban empezando a desaparecer.
  Sin embargo recordó que sus vecinos eran gente pudiente, que dispondría de mudas que lavar y dejar listas para ser robadas en el  tendedero.  Incluso existía la posibilidad de conseguir algunas cartas del buzón de la portera.  Con el vapor de la ducha se despegaban fácilmente los sellos y el registro de la oficina de correos,  delator de cualquier tipo de manipulación,  quedaba totalmente borrado.
 Juan era un fanático del correo. En otros tiempos, cuando su vida iba mejor, solía escribir a diario.  En el presente se limitaba a soñar con todo tipo de cosas: latas de conserva, ropa, películas en blanco y negro, llamar a alguien por teléfono,  un reloj, tabaco …. ¡tabaco! En ese instante murió el recuerdo de todas las necesidades que le acechaban excepto ésta.  Comenzó a temblar.  Sus manos se movían nerviosas, como por el efecto de una inercia propia. Y sudaba  por la frente y por la espalda. Se sentía realmente mal.
            Siempre había confiado Juan en su suerte, propicia desde que nació, para salir del atolladero vital en el que se encontraba ahora, y labrarse un nicho donde descansar algún día. Pero no contaba con hacerlo sin fumar. Su adicción era alarmante.  Hasta tal punto que por la mañana buscaba colillas  por el suelo de la pensión, por la tarde pedía a los trabajadores de la fábrica de plásticos que terminaban su jornada, y por la noche, a cualquier a que oliera a nicotina. Los miraba, al principio, siempre, desde una esquina: fumaban deliciosamente, envueltos en una atrayente humareda.  Luego se acercaba como un vampiro, con una conversación vehementemente preparada , y les sacaba el pitillo con una sonrisa que a veces consideraba de auténtico truhán y otras, las más, de lamentable caradura.
            Pensó en algo azul y respiró hondamente varias veces para tranquilizarse.

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 Sentado en aquel banco cavilaba acerca de las escasas opciones que el peso le proporcionaría en las próximas horas. A pesar de estar casi en la inmundicia sentía la necesidad de gastarlo. Algo podría comprar, estaba seguro. Solo tenía que buscar bien Se levantó de repente. Notó la fuerza de un bovino en su estómago y se dijo a sí mismo una vez más que encontraría la manera de sobrevivir, esa noche podía gastarse el peso en algo que mereciera la pena y el precio, ya lo encontraría.

Anduvo un rato por las avenidas de aquella cuadra sin saber cómo había ido a parar allí. Estaba bastante alejada de la suya, eso era seguro.  La fisonomía de las cosas que la poblaban – edificios, fuentes, parques – era, de manera radical, diferente. Mucho más bonito, mejor conservado y puesto al servicio del contribuyente, el espacio en el que se movía le daba envidia. Envidia de no saber disfrutar.

            En sus improvisaciones frente al espejo se convencía de las cosas que había conseguido con esfuerzo,  pero la realidad era que el pulcro cemento que pisaba le estaba colocando en una antigua encrucijada: cómo sentirse un ciudadano,  una persona de orden, decente,  aseada, en definitiva  satisfecha, viviendo en la mediocridad económica.  Aquello era imposible a pesar de los notables esfuerzos que hacía para disimularlo. Pues seguía en sus trece, permaneció fiel a sus principios: coherencia, lógica, sentido común. Y ellos siempre le dijeron que la riqueza no era la solución al problema, mientras su corazón, rencoroso, se avergonzaba de la mentira que escondía.
            En ese momento se notó perdido,  más que nunca. Si hubiera estado en Nuestra Señora de las Nubes, los vecinos de aquel pueblo  habrían sido amables, sin juicios de ningún tipo.  En cambio lo que veía le atormentaba, le cohibía, le angustiaba.  Pensaba, en su desquicio, que la gente lo miraría distante, como un sirviente. Era el simple hecho de caminar por una acera de aquel laberinto plagado de farolas. En sus adentros creció una desazón comparable a la del cabestro que tropieza en la estampida.


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